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Han Kang: la inmensidad de una mujer discreta
Era una tarde de abril de 2017. A lo lejos apareció una mujer en actitud de desaparecer. Daba pasos leves y silenciosos como quien prefería estar flotando, a su aire, en vez de inmolarse en el mundanal ruido de los saludos a desconocidos.

En la sala de un hotel de Madrid hablábamos de forma pasional y huracanada su editora y yo. Iolanda Batallé me explicaba la filosofía de la editorial que estrenaba. Tenía un nombre atrevido, Rata: (así, con esos dos puntos que le dan un aspecto más animal), y llegaba al mercado con una selección exquisita de libros. Uno de ellos era imponente (La vegetariana) y estaba escrito por una autora magistral (Han Kang).

Ella era la mujer que se iba acercando, tímida, desde el fondo. Era la mujer, que más que llegar, se perfilaba. Y la sala tampoco se lo ponía fácil, porque ella vestía de negro, y los sillones, los cuadros, las plantas…, todo arrojaba colores contundentes allá donde miraras.

Entonces Han Kang se hizo presente. Un flequillo largo le escondía los ojos y los ojos apenas lucían entre unos párpados entornados. La piel, pálida. Ella, un poco flaca. Nos dimos la mano y creí intuir una personalidad débil, retraída, quebradiza. Al momento, un hilito de voz. La escritora saludó con una timidez inmensa. Una humildad de una sinceridad aplastante. Unas palabras a un volumen que obligaba a acercarte a ella y eso a ella la llevaba a encogerse un poquito.

Hablamos de su viaje, de Madrid, de su agenda de entrevistas, de mis ganas de leer La vegetariana. Fue ese tiempo breve que se ocupa con palabras que tampoco dicen nada porque, en realidad, son un apaño para conectar con alguien.

Unos minutos después, Han Kang se fue con Rocío Niebla, la periodista entusiasta que le organizó la agenda en su viaje a Madrid y Barcelona. Rocío, tan torbellino, le aportaba el rodaje necesario de estos viajes de promoción en los que estás de aquí allá, hablando con este y con el otro. Ese ajetreo que, a leguas, se veía que no era la pasión de esta mujer discreta.

Podría parecer extraño que recordara tan bien a Han Kang, pero hay un motivo. Fue un crush. Me impactó el efecto de sus contrarios. La escritora que tanto se esforzaba en pasar desapercibida resultaba imposible de ignorar. Me pareció tan bello, tan elegante encontrar a alguien así en nuestro mundo de la exhibición y el “¡Hacedme caso!, ¡carajo!”. En la era en la que las tecnologías de la comunicación propulsan la vanidad y la fanfarronería hasta lo grotesco, ella quería ser invisible. 

A los dos días empecé a leer La vegetariana y hasta que llegué a la última página, solo paré una noche para dormir y un par de ratos para comer. Literal. Era imposible salir de esa historia ciclópea. Esa historia que te comía por su fuerza, su fiereza, su intensidad. Era un relato que removía los pilares humanos y dejaba al desnudo lo más canalla, lo obtuso, lo irracional.

Era difícil encajar en una misma pieza la obra con la autora. Impresionaba pensar que alguien tan silenciosa, tan discreta que parecía querer convertirse en sombra, pudiera escribir algo de un poder tan sobrehumano y de hacerte sentir el calambre de agarrar una obra maestra.

Quizá por eso la recuerdo con nitidez. Por el error que cometió mi chaparrón de prejuicios. Porque nadie frágil puede escribir algo así. Porque solo alguien con una sensibilidad titánica y una fortaleza sensible puede ahondar de esa forma en el dolor. Y quizá también porque, unos meses después, Iolanda Batallé me pidió que escribiera un paratexto para el nuevo libro que iban a publicar de la autora: Actos humanos. Y otra vez sentí el calambre. Y sentí el huracán descomunal que provoca con sus historias esta mujer quieta y silenciosa. Entonces lo conté así:

“Asombra lo que son capaces de teclear los dedos de esta profesora de escritura creativa en Seúl. Menuda, silenciosa, hasta que empieza a escribir y se hace inmensa. Era imposible imaginar el poder de sus historias y de sus palabras cuando hace unos meses, en Madrid, me tendió su mano, con timidez, cuando nos presentaron. Me contaron que estaba sorprendida por la soltura con la que nos tocamos aquí: los abrazos, los besos efusivos; el tacto, el contacto. Decía que le gustaban esas muestras de afecto que no se piensan dos veces y que en Corea parecen de lo más inapropiado. Resulta tentador deducir que es ahí, en ese roce, en ese choque entre su sensibilidad infinita y las vigas de hierro de la sociedad coreana donde despierta su apasionante obra monumental”.

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