La solución llegó a través de una sudafricana que, como tantos inmigrantes de ayer y hoy, necesitaba un permiso de residencia. Pam, pues ese era su nombre, le ofreció algo más de cien libras esterlinas a cambio de casarse con ella, y Strummer las invirtió en una Fender Telecaster del 66 que usó hasta el final de sus días y, desde luego, de los días de una de las mejores y más influyentes bandas de todos los tiempos, los Clash. Por fin podía ser lo que había soñado desde niño, al oír por primera vez el Not Fade Away de los Rolling Stones, “el momento en que me enamoré de la música”. Lo demás llegó por la práctica y el contexto (todos eran squatters, okupas; todos estaban en el que fue y sigue siendo el último gran movimiento contracultural, el punk), aunque la palabra contexto incluyó esa primavera un nombre propio muy particular, el de su pareja de aquella época: Paloma Romero, Palmolive (más tarde, batería de The Slits y The Raincoats), importante en la evolución ideológica de Strummer y en el amor que sentía por nuestro país. “Yo siempre le hablaba de España –confesó en una entrevista a Jot Down– y de los poetas que conocía de la generación del 27, como Rafael Alberti”.
Por supuesto, la Telecaster no fue el primer instrumento de Strummer; como solía recordar, el primero fue un ukelele de segunda mano con el que aprendió a tocar Johnny B. Goode, de Chuck Berry. Se tiende a olvidar que los instrumentos son caros, y que no suelen estar al alcance de chavales de barrio (la clase social es determinante en muchos aspectos, por no decir en todos). Casualmente, también fue un ukelele el primer instrumento –y por el mismo motivo– del hombre que “cambió el rumbo del rock, el blues y el pop”, en palabras de John McLaughlin (JazzHouston, 2003): Jimi Hendrix, que ya era músico sin serlo mientras practicaba con una escoba en el colegio, imaginando canciones de Elvis Presley. En su caso, su primera guitarra fue una acústica que compró por cinco dólares, con el relevante detalle de que era para diestros; y, como él era zurdo, le dio la vuelta y se acostumbró a tocarla con los mandos hacia arriba. En lo más parecido que hay a una autobiografía suya (Starting at zero, una recopilación de notas y textos recopilados por Peter Neal), se dice que se aburrió de ella y la dejó “a un lado”, pero cuando oyó a Chuck Berry –más casualidades– su interés “revivió” y se puso a aprender “todos los riffs” que pudo.
Lo que pasó luego es un capítulo entero de la Historia de las guitarras eléctricas, desde la Danelectro Bronze Standard que le compró su padre hasta la Flying V de 1970 de sus últimos tiempos, pasando por una leyenda con bastante miga, tenga o no base real: la Stratocaster blanca que supuestamente le regaló Linda Keith, novia de Keith Richards, tras habérsela levantado a este junto con una demo “de Tim Rose cantando un tema llamado Hey Joe” (según afirma el propio Richards en Life, sus memorias). Todas, al servicio de lo que su amigo Miles Davis resumió de esta sonora manera, utilizando el ejemplo de una de sus canciones y demostrando hasta qué punto lo admiraba: “It’s that goddammed motherfucking Machine Gun”. “Credibilidad, lo que hagas tiene que tener credibilidad”, sentenció una vez Paco de Lucía, que algo sabía, por cierto, de aprender a tocar de oído; credibilidad, “expresión y ritmo”, cosas que todos ellos tenían de sobra: ángel o duende, con permiso de las musas.
Por el ukelele de segunda mano que Strummer compró por un par de libras, terminó conociendo a Paul Simonon y Mick Jones, quienes lo sacaron de los 101’ers para montar los Clash (“eres grande, pero tu grupo es una mierda”, le dijeron); por el que Hendrix encontró mientras ayudaba a su padre a sacar la basura de los vecinos (para ganarse un sobresueldo), nació un mito más que justificado. Los dos cambiaron el mundo a su modo, y los dos evolucionaron hacia posiciones políticas no tan distantes del héroe original del primero, cuya influencia fue mucho más allá de Bob Dylan: Woody Guthrie, otro de los que se abrieron camino desde abajo y sin estudios de teoría musical, a la que difícilmente podría haber accedido mientras pintaba carteles de tiendas por medio dólar al día y, a veces, si la cosa se daba bien, uno. Pero la suerte existe, y la suya fue la de encontrar una guitarra de cuerdas oxidadas en el trastero de uno de aquellos establecimientos, que aprendió a afinar y tocar con ayuda de su tío Jeff, “uno de los mejores violinistas del Mango de Texas”, como afirma Ed Cray en Ramblin' Man: The Life and Times of Woody Guthrie.
Cualquiera que viva las guitarras sabe que tienen alma, incluso descontando el alma que es la barra que atraviesa el mástil de eléctricas y acústicas; un alma muy plural, la de “una orquesta mirada con unos gemelos al revés” como dijo Andrés Segovia (A fondo, 9 de mayo de 1976). Sin embargo, y más allá de las anécdotas y las no tan extrañas coincidencias vitales de guitarristas tan distintos como los mencionados, lo que realmente los unía está en unas líneas del diario de Guthrie, escritas en 1943: “La música es un tono de voz, el sonido que utiliza la vida para mantenernos vivos”, porque “nos llaman muchas veces al día desde los umbrales de la tortura” y “los hoyos de la superstición”. Y hasta hoy, la voz y las cuerdas de Strummer, Hendrix y Guthrie siguen luchando por esa causa.