Su influencia no es tan reducida como en principio pudiera parecer, sale a relucir en la cultura popular, la superficie de las cosas más visibles, tanto en productos mainstream de éxito masivo como en una pequeña revolución en el sector editorial.
Más allá de su tradicional asociación con las brujas y la magia, o con el universo de la psicodelia, las setas, los hongos en general, la micorriza que se expande bajo el suelo y que contribuye a levantar la vida en los bosques, hace años que atrae un creciente interés por parte de un cierto sector de la cultura. El motivo no es otro que sus características ecológicas entendidas en el sentido más literal del término, el de las relaciones que se establecen entre los seres vivos de un mismo ecosistema. Unas cualidades de interconexión con el entorno, colectividad y simbiosis que inspiran una metáfora de nuevas conexiones humanas, regeneración y crecimiento. En la era de la crisis del clima, esta idea optimista encuentra un sugerente paralelismo con las redes que se forjan en Internet.
En cuanto a su presencia en la cultura pop, tal vez el hito más relevante fue la publicación en 2020 de The Last Of Us 2, la secuela del videojuego producido por el estudio Naughty Dog. La historia necesita poca presentación gracias a su versión televisiva en HBO, protagonizada por Pedro Pascal y Bella Ramsey. Lanzada en 2023, la serie actúa como una vuelta de tuerca al género del apocalipsis zombie que conectó especialmente con una audiencia todavía traumatizada por la pandemia mundial de COVID-19. En ella, unos hongos provocan una infección letal, propulsada por su consciencia colectiva. Pese a todo, se puede argüir que The Last Of Us no es una obra sobre supervivencia, sino sobre la humanidad que prevalece en el acto de sobrevivir. Las decisiones que se toman y las que se descartan, el pensamiento colectivo frente al atomizado, la calidad de los vínculos y la forma de atenderlos son asuntos menos evidentes tal vez, pero más acuciantes en la narración.
La cuestión de qué tipo de sociedad queremos construir, por encima de si la misma debería contentarse con prolongar su existencia. Todos estos son temas que, por azar o no, tienen mucho que ver con las razones por las que los hongos y la red fúngica están hoy en el centro de las miradas de numerosos actores de la cultura.
Una metáfora de las posibilidades de InternetLas setas y los hongos en general se han transformado en una metáfora por sí misma en el contexto cibernético. En redes sociales masivas como Instagram es fácil encontrar cuentas con decenas de miles de seguidores como Mushroom Hunting Lover, en la que la belleza particular de los hongos atrae las miradas curiosas. También proyectos que aspiran a generar una cierta comunidad como Mushroom People o The Future is Fungi, con sus propias publicaciones, que recogen expresiones artísticas motivadas por los hongos. Pero en una red social tan crítica con las grandes tecnológicas e impregnada de valores sociales como Mastodon también es un contenido habitual marcado con su propia etiqueta, #mushtodon, en la que se pueden encontrar las fotos publicadas por usuarios fascinados ante la rareza de los hongos que encuentran en su camino. En esta red social descentralizada y sin ánimo de lucro, existen varias iniciativas similares que conectan lo digital con la naturaleza.
Hace años que el discurso investigador y crítico alrededor de Internet se deja impregnar con metáforas de lo observado en la naturaleza. No solo por la calidad de los vínculos e interacciones que desarrollamos en redes sociales, sino también por la estructura empresarial del propio paisaje de plataformas. Sobre esto escriben Maria Farrel y Robin Berjon en un artículo publicado en Noema bajo el título We Need To Rewild The Internet (Necesitamos re-asalvajar Internet). Empleando el ejemplo de la explotación agrícola agresiva del suelo frente a lo que ocurre cuando las redes ecológicas se desarrollan libremente en él, los autores evocan un Internet de otro tiempo, tal vez de factura más artesanal, que hoy tiene la capacidad de provocar una fuerte nostalgia digital.
La de la naturaleza salvaje también es una metáfora que emplea el investigador Ben Tarnoff en su libro Internet para la gente (Debate, 2025), cuando dibuja la imagen de un centro comercial —una forma simbólica de representar las aplicaciones y estructuras de las big tech— abandonado, cubierto por plantas invasoras y nidos de aves. Su propuesta es reforestar el paisaje digital más allá del ordenamiento comercial de las grandes plataformas.
Las setas aprovechan la descomposición y creo que no se le escapa a nadie que vivimos en un momento muy descompuesto, una época de muy poca estabilidad. Fijarse en las setas, estudiarlas y tal vez querer imitarlas, implica querer buscar una manera de enraizarse allí donde parece imposible
Puede que la primera vez que se pudo leer en castellano un símil entre el papel del micelio en los bosques y las conexiones humanas trenzadas en Internet fuera en la newsletter de la escritora especializada en cultura digital Clara Timonel. Ya en 2019, en una carta titulada Sobre las hifas, Timonel hablaba de la importancia de ese Internet que transcurre invisible a los algoritmos de recomendados de las redes sociales, como la red fúngica bajo el suelo, pero extendía la metáfora a otras facetas de la vida humana, que se perciben vulnerables en un contexto de profunda crisis como el actual.
Hoy, al preguntarle a la investigadora sobre este paralelismo, Timonel cuenta a elDiario.es que en el micelio “buscamos un modelo de conectividad que sea horizontal, mutuo y sencillo. Porque el micelio, para todo lo complejo que es, en realidad no es otra cosa que una hifa detrás de otra, y eso es muy inspirador a la hora de imaginar y volver a imaginar estructuras y procesos sociales que sean justos, accionables y posibles.” En este sentido, a la autora le sirve para encontrar ánimos en el contexto actual: “Buscamos esperanza en la desolación. Las setas aprovechan la descomposición y creo que no se le escapa a nadie que vivimos en un momento muy descompuesto, una época de muy poca estabilidad. Fijarse en las setas, estudiarlas y tal vez querer imitarlas, implica querer buscar una manera de estabilizarse, de enraizarse, allí donde parece imposible. Sobrevivir y hacer algo de provecho mientras sobrevives. Los hongos son fundamentales en la cadena trófica, tan importantes que creo que tan solo hemos rascado la importancia real que tienen en los ecosistemas. Algo puede ser tremendamente importante siendo muy discreto y muy sutil.”
Estas ideas de Timonel se pueden enlazar con la tesis de fondo del ensayo de Lowenhaupt-Tsing sobre el matsutake, con lo que la antropóloga llama “la vida sin la promesa de la estabilidad”. Al hablar de este hongo, menciona su capacidad de crecer en lugares arrasados por la actividad industrial del capitalismo, incluso por bosques que han sido víctimas de un incendio. Una aspiración que la autora traslada a un mundo tal vez paralizado por el contexto de precariedad que ha de combatir a diario. Tsing habla del presente como de la estación de las setas, el otoño, repleta de posibilidades, sin la cual no hay verano ni futuro.
Aspectos de los hongos que inspiran la metáforaTal vez por eso un elemento tan pequeño inspira no solo la posibilidad de un Internet algo más libre de la influencia de los algoritmos comerciales, sino la fe en la capacidad humana de resistir, colectivamente y a pesar de todo. En un artículo publicado en Psyche sobre la evidencia de la inteligencia de los hongos, el biólogo y autor Nicholas P. Money cita la capacidad de estos de descomponer materia orgánica y transmitir información sobre el entorno como principal evidencia de una forma de consciencia.
“Cuando una parte del micelio encuentra restos de madera, los nutrientes extraídos se distribuyen por toda la colonia, que orienta su crecimiento hacia localizaciones fértiles del suelo forestal”, escribe el autor del ensayo Nature Fast and Nature Slow. “El micelio opera como algo más que una simple suma de hifas individuales; es como un organismo multicelular integrado”. Y se refiere a un artículo publicado en la revista académica especializada Fungal Ecology, elaborado a partir de un experimento realizado en Alemania, para afirmar que los resultados transmiten la capacidad de “reconocimiento espacial, memoria e inteligencia” de los hongos como un “organismo consciente”.
Un árbol nunca va por libre, va con la arboleda. Una arboleda nunca va por libre, va con el bosque
En su aclamado ensayo Una trenza de hierba sagrada, la investigadora botánica Robin Wall Kimmerer dedica su capítulo sobre los nogales pecanos a hablar de la posibilidad de una inteligencia colectiva del bosque que haría que los árboles coordinen la cantidad de frutos que dan temporada tras temporada. Una cierta sincronía del bosque sobre la que la ciencia continúa aprendiendo y teorizando. “Un árbol nunca va por libre, va con la arboleda. Una arboleda nunca va por libre, va con el bosque”, escribe la autora, trazando un paralelismo con la idea de lo necesarias que son las comunidades para las personas. Esas redes asociativas o vecinales que experimentan un declive ante la transformación de los barrios de las ciudades.
En su artículo, Nicholas P. Money, apunta las sospechas de esta sincronía hacia el suelo, al micelio. “La complejidad del comportamiento de los hongos aumenta cuando interactúan con árboles y arbustos vivos respecto a madera muerta. Algunas de estas relaciones son destructivas, mientras que otras son mutuamente beneficiosas”, escribe. “Los hongos de la micorriza son cooperativos, penetran las raíces del árbol y establecen un vínculo estrecho de conexiones a través de las cuales transmiten agua y minerales disueltos a los árboles. El micelio de los hongos de la micorriza opera como una herramienta accesoria al sistema del árbol, y consigue expandirse hacia territorios más amplios gracias a los filamentos de la micorriza, más que con las propias raíces de la planta”. Esta es la explicación por la que biólogos como Money afirman que las micorrizas “sostienen la productividad de un ecosistema completo”.
Es fácil imaginar de dónde proceden las optimistas similitudes entre la red fúngica con lo que, potencialmente, podría llegar a ser Internet. Un ejemplo son los modelos de participación y gobernanza de las redes sociales que ofrece el Fediverso, una red de redes interconectadas alternativas a las mainstream y sin ánimo de lucro, o los modelos cooperativos de propiedad y gestión de las redes de banda ancha.
La idea se expande pese al escepticismo del propio Money: “Los entusiastas de los hongos reimaginan los bosques como superorganismos conectados a través de una wood-wide web [juego de palabras con world wide web]. Es una idea curiosa, pero las alusiones a Internet son problemáticas”. El investigador se muestra preocupado porque el empeño de hacer encajar a los hongos en el símil digital les atribuya características sobrenaturales que tradicionalmente sólo han hecho entorpecer su toma en consideración como objeto de estudio científico.
Una pequeña revolución editorialEn Seamos como los hongos (Caja Negra, 2024) Yasmine Ostendorf-Rodríguez mira hacia la sabiduría sobre micología heredada de las comunidades indígenas de Centro América y América del Sur: “El entramado micélico forma un sistema ecológico fascinante y encierra una profunda utilidad como metáfora de posibles formas de pensar y organizarse”. No es el primer libro de ensayo en aproximarse científicamente a los hongos como tema de estudio. En 2020, el micólogo británico Merlin Sheldrake experimentó con su libro La red oculta de la vida (GeoPlaneta Ciencia) un inesperado éxito que llevó a su libro, —sobre la interconexión ecológica que hacen posibles los hongos en los ecosistemas naturales—, a ser traducido a varias lenguas. Aunque fue Anna Lowenhaupt-Tsing y su libro La seta del fin del mundo: sobre la posibilidad de la vida en las ruinas capitalistas (Capitán Swing), quien desde 2015 inspira muchas de las exploraciones posteriores que trasladan las lecciones ecológicas del micelio a un punto de vista social.
En su libro, la autora aborda todos los aspectos centrales y satélites al mercado del matsutake, el hongo comestible más caro del mundo. Lowenhaupt-Tsing es capaz de fabular, partiendo de la capacidad de los hongos de transformar la materia y de crear redes de conexión que distribuyen esa consciencia del entorno, un relato para un futuro de incertidumbre social, económica y también climática. La tesis es esperanzadora ante las evidencias del fracaso de un modelo económico y social que ha precarizado a la mayoría de su población.