El negocio de especular sobre la vida íntima de autores y autoras necesita sacar punta a lo que sea y, cuando no hay material para sacarle punta o los hechos discuten la interpretación conveniente, se desprecian los hechos. Ya no se recuerda que, en otras épocas, ese tipo de cosas estaban más o menos limitadas a la prensa del corazón o de sucesos, siempre demagógicas y, queriendo o no, por el material que usan, reaccionarias. “Estupidez, incultura, habladurías, moralismo, coacción, conformismo —dijo Pasolini en una entrevista de 1962 (Vie Nuove)—. Prestarse de algún modo a contribuir a esa podredumbre es, actualmente, el fascismo”. Y, en este caso, resulta que Benjamin, Zweig y Lotte renunciaron a seguir aquí precisamente por eso, por el fascismo, en su acepción primera, sin los juegos terminológicos de estos días. Benjamin era consciente de que, si dejaba Portbou y cruzaba la frontera otra vez, lo detendría la Gestapo; Zweig no soportaba que “su patria espiritual, Europa, se destruyera a sí misma” y, en cuanto a los sentimientos de Lotte, la carta mencionada es más que esclarecedora.
Los suicidios de Benjamin y Zweig provocaron todo tipo de reacciones en su momento, y no todas buenas. La de Thomas Mann, que montó en cólera al enterarse, resume la turbación de la mayoría: no podía creer que “se hubiera matado por tristeza —escribió a su hija Erika ese mismo año— y, mucho menos, desesperación”. Tenía que ser por otra cosa; quizá, por sus inclinaciones sexuales o, tal vez, por culpa de Lotte. Tenía que ser; porque, por mucho que Séneca afirmara que “nada mejor ha hecho la ley eterna que el habernos dado una sola entrada para la vida y muchas salidas” (Cartas a Lucilio), y por mucho que diera un baño de realidad al sentenciar que “el camino hacia la libertad” es “cualquier vena de tu cuerpo” (Sobre la ira), el suicidio es una bomba para los cercanos; una bomba que, tratándose de la muerte de Zweig, con los ejércitos de Hitler venciendo aún en todas partes —faltaban unos meses para Stalingrado, el principio del fin—, nadie podía separar de lo que estaba pasando en el mundo; era una muerte política, y un hombre tan comprometido como Mann casi la consideró una traición.
Ahora bien, la opinión del gran autor alemán fue estrictamente privada, a diferencia de otros; una carta a una de sus hijas, como acabo de decir. No buscaba titulares, no era un comentario para consumo público y, desde luego, no varió —pasada su turbación inicial— su valoración de Zweig, de quien escribió esto en el décimo aniversario de su fallecimiento: “La propagación del bien estuvo siempre en su corazón, y probablemente dedicó la mitad de su vida a traducirlo, propagarlo, servir y ayudar” (Altes und neues, 1953). “La mitad de su vida”, frase donde se adivina el cambio que se había producido en él desde la I Guerra Mundial, durante la que se ganó críticas justísimas por haber apoyado una guerra puramente imperialista, empezando por las de uno de los escritores más originales y recomendables del siglo XX, el periodista, poeta, ensayista, dramaturgo y editor Karl Kraus (Últimos días de la humanidad). Como el propio Zweig reconoció en el prefacio de El mundo de ayer, tenía la impresión de que no había llevado “una sino varias existencias, y todas diferentes”, hasta el extremo de que, cuando pensaba en su vida, decía: “¿Cuál de ellas? ¿La de antes de la guerra? ¿De la primera o de la segunda? ¿O de la vida de hoy?”.
Klaus Mann, hijo de Thomas Mann y autor desgraciadamente poco conocido en la España actual, lo tuvo más claro desde el principio: “el humanista y ferviente hombre de letras, el conocedor de cosas sutiles y adorables no pudo soportar el espantoso espectáculo de un mundo que se rompe a pedazos” (23 de febrero de 1942). Él lo sabía hasta mejor que su padre, porque había recorrido con su hermana Erika los frentes de la guerra que condenó a todos al caos por abandonar a un país entero en su lucha contra Hitler y Musolini (El milagro de España. Crónicas de un viaje en 1938). Lo había visto en Barcelona, en el Ebro, en Madrid, y no necesitaba preguntarse lo que se había preguntado Zweig retóricamente en su breve paso por Vigo —bajo poder franquista—, al ver que “unos jóvenes en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas campesinas” entraban en el Ayuntamiento y salían con fusiles y uniformes relucientes: “¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero en Italia y luego en Alemania! (…) ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién los empuja a luchar contra el poder establecido, contra el Parlamento elegido, contra los representantes legítimos de su propio pueblo?”.
El día que Zweig y Lotte se suicidaron, estaban emocionalmente muy lejos de aquella España de calles “coloridas”, ancianas de “andar majestuoso, incluso cuando piden limosna” y “niños de Murillo, encantadores por su desparpajo y su belleza” (Diarios). En sólo dos horas, habían tenido “una experiencia más intensa que un año en Inglaterra”. Pero ya no estaba esperando “al azar”, como le había dicho su amigo Rainer María Rilke en París; la vida había tomado un rumbo funesto, y no es necesario acudir a David Hume, Michel Foucault o el citado Séneca para entender su decisión de ponerle punto final. Primero se marchó él y, más tarde, ella. Eso es lo que sabemos; eso, y lo que Zweig afirmó en su parte de la carta a Hannah: “unidos en el amor, hemos decidido no dejarnos el uno al otro”.