El autor y director es la primera vez que dirige teatro. Maiztegui es un madrileño nacido en 1986 que se formó en la escuela de cine de Madrid, la ECAM. Ha escrito y dirigido series y películas. Y en teatro, con otro intruso del cine, Pablo Remón, escribió la recordada Sueños y visiones de Rodrigo Rato. Poco más. Por eso, sorprende aún más esta obra.
Lo primero que destacan son los intérpretes. A la cabeza está uno de los actores fetiche de su generación, Francesco Carril; nacido el mismo año que Maiztegui, por cierto. De la solvencia de este actor poco hay ya que decir, tan solo resaltar, por ejemplo, su última maravilla en la pantalla, Los años nuevos de Rodrigo Sorogoyen. En esta obra Carril está entregado, él es el protagonista, el que nos contará como si fuera una película su vida, la de ese niño, Nito, que crece en Aluche en una familia de clase media trabajadora y que se rebela ante un futuro prediseñado y plomizo. Pero el juego en que le introduce la obra es complejo.

El personaje ha escrito un guion sobre su vida que deberá contar, vender, a una productora italiana un tanto snob. A lo que asistimos como espectadores es a la narración del propio Nito de esa historia que además él mismo decide hacer. El actor ha de interpretar las escenas que cuentan su pasado, con sus padres, su primera novia, su amigo del alma, la vida perra del barrio, su resolución de ser guionista y su decisión final de traicionar a su gente para poder medrar y ascender socialmente. Pero al mismo tiempo que las actúa, el personaje las está mirando desde el presente escénico. Está dentro y fuera al mismo tiempo porque cuando cuenta ya sabe el final, ya sabe que ambicionó, que dejó a su novia porque ya no le servía para su futuro en el cine, que abandonó a su amigo del alma, pura carne de cañón, porque tampoco encajaba en el futuro cultureta que se abría a sus pies.
Es esa distancia en la mirada y ese doblez propio de todo engatusador los que el actor aborda. Carril va escondiendo en capas de buenismo melancólico una historia que no es sino la del ser humano común. Crecer muchas veces es traicionar, traicionarse, e ir justificando ese crimen con lo que uno cree que ha conseguido. Esa es la lucha que plantea la obra. Ver a una persona revisitando su vida, mintiéndose, construyéndose un personaje con capas de supuesta sensibilidad e ir descubriendo que esas capas también son verdad, que somos tanto nuestras verdades como nuestras mentiras.
En ese periplo, Carril es acompañado por unos actores en estado de gracia, bregados, que saben jugar al juego de este teatro contemporáneo en el que el actor debe cambiar de personaje con un gesto y en un segundo pasar de ser un viejo emigrante gallego, el tío de Nito, a un chaval de barrio, Isra, como hace Emilio Tomé. O, como en el caso de Ángela Boix, pasar de ser una 'choni' de barrio telúrica a ser la madre protectora y llena de ternura del protagonista. Javier Ballesteros, como el padre, y Olivia Delcán, como la nueva novia, también suman escenas de gran calado.

Pero Ángela Boix, además, es la responsable de una de las escenas más conmovedoras de la obra, cuando Nito decide dejarla por telefonillo. La actriz lleva años avisando de su talento con trabajos muy solventes —como en La persistencia—, pero en esa escena, gracias también a una gran escritura, Boix está tremenda, veraz por cada poro y en cada gesto y palabra. La obra tiene esa capacidad que ya habíamos visto en montajes de Pablo Remón o Lucía Carballal, la de generar escenas que en teatro se encuadrarían bajo un mal llamado “costumbrismo” y que son otra cosa.
Durante años hemos visto a generaciones de dramaturgos, desde la generación realista de los cincuenta hasta la llamada generación del Marqués de Bradomín de los noventa, intentar y fracasar en hacer veraces escenas con esos mismos mimbres. Todo quedaba viejo y no creíble. Pero en manos de estos autores que provienen de la escritura cinematográfica se advierte la capacidad de generar, aunque suene rimbombante, un “nuevo realismo” teatral. La escena del telefonillo es un buen ejemplo.
Retrato generacionalLos brutos está llena de pinceladas del neorrealismo italiano, de la literatura pos Francisco Casavella, muy cercano al Miqui Otero de Simón, pero al mismo tiempo no es una obra costumbrista ni realista ni pop. Los brutos es una historia simple llena de juego teatral que permite saltar en los tiempos y el espacio, saltar de la memoria al pasado ficcionado y de la invención a la radiografía de la educación sentimental de toda una generación. Una generación llena de individuos que creyeron poder ser sensibles y en el buen sentido de la palabra buenos, como diría Machado, al mismo tiempo que sus actos contradecían lo que decían defender.

La batería actual de opinadores de la derecha podría tildar la obra como un buen reflejo de la llamada psicología woke de los milenials. Algo que queda bien para un titular pero que sería reduccionista, mentira. La obra no juzga al personaje de Nito. No lo condena por no ser coherente. Es más, expone cómo el ser humano es una amalgama de deseos, creencias y mentiras que se superponen. Defiende, en definitiva, algo que no encaja en discursos puristas: que los capullos también pueden permitirse la nostalgia.
De la obra surge una melancolía un tanto agria y en ocasiones un poco ñoña. No hay el almíbar desesperante de José Luis Garci, pero quizá algún espectador sí que se quede un tanto fuera ante cierta “sensiblería” presente en el trabajo, sobre todo al final. Pero, al mismo tiempo, Los brutos es un teatro que emociona, que nos hace reír y en el que se puede empatizar con cada personaje. Es un caramelo trufado de ingenio, juego y buenos actores. La obra, después de su estreno en Madrid, comienza una pequeña gira. A finales de junio estará en Avilés y Santiago de Compostela. Y ya en julio, en Zamora, en el Festival GREC de Barcelona y en el Festival de Olite.
Lo que ha normalizado SanzolCabe resaltar también la apuesta del Centro Dramático Nacional para este mayo. Por un lado, Marta Pazos con Orlando en la sala grande del Teatro María Guerrero, y Juan Ceacero y Fernando Delgado (Los remedios) en la sala pequeña con Las apariciones. Por otro, en el Teatro Valle-Inclán, Miguel del Arco con Israel Elejalde con La patética en la sala grande; y en la pequeña, la comentada Los brutos. Una neta apuesta por el teatro contemporáneo, tanto en modos como en años. Exceptuando a Del Arco, todos rondan los cuarenta. Algo impensable hace un lustro en esta institución, pero que la dirección de Alfredo Sanzol ha conseguido normalizar. Dentro de unos años, lo que se destacará de la dirección del CDN de este navarro será, entre otras cosas, la ruptura con la tradición de esta institución que siempre impuso un tapón generacional.

Una política que no asegura nada. A veces se acierta, la mayoría de las veces se intenta. Buen ejemplo de ello es el montaje de La patética, de Del Arco, esperado retorno del director de títulos como La función por llegar (2009) o Jauría (2019). La obra es una inteligente apuesta de escritura dramática sobre los últimos días de un enfermo director de música y su empeño por tocar la Sinfonía número 6 de Chaikovski. Cuenta con un más que solvente actor, Elejalde, con un potente elenco y con una arriesgada propuesta dramatúrgica que intenta hacer un viaje desde lo trágico y elevado hacia la comedia delirante. Algo que está justificado por el desvarío moribundo del propio protagonista. Pero ese viaje inverso al del cine de García Berlanga, por ejemplo, no llega a funcionar y en vez de impulsar la obra, la desdibuja.
Aun así, es bien interesante poder ver esos dos trabajos, Los brutos y La patética, compartiendo cartel. Una invitación al espectador para comparar caminos actuales de nuestro teatro y la constatación de que este CDN es diametralmente distinto al de los años noventa, al de comienzos de siglo o al de hace diez años. Algo en lo que primero se nota es en el público, mucho más joven hoy que ayer.