Casi medio siglo se pasó el franquismo temiendo a los españoles. A los reales, no a las caricaturas que la dictadura pintaba en cada conmemoración anual de una paz que era achicoria, cuneta y otra forma de hacer la guerra mediante leyes. Contra su propio pueblo, el régimen tuvo que armarse progresivamente en tres frentes. En lo moral, con el pecado. En lo físico, con el calabozo. En lo material, con las letras de un piso que, como confiaba el ministro de Vivienda José Luis Arrese, quitasen las ganas de aventuras bolcheviques. Amenazas que actuaban como espadas de Damocles sobre cualquier españolito y españolita (¿cuántas de nuestras abuelas llamaban ‘colorado’ al color rojo?) de los que Franco y secuaces tenían distintos arquetipos favoritos.