Cada vez que se habla del “autoexpolio” que España practicó sobre su propio legado a principios del siglo XX, la mirada se dirige a los magnates norteamericanos que se llevaron una parte importante del patrimonio a sus mansiones, o bien, terminaron donando a los museos para garantizar la pervivencia de su apellido. Industriales y empresarios que aprovecharon el brutal despegue económico de Estados Unidos en la llamada Edad Dorada —dos últimas décadas del siglo XIX— y nutrieron sus colecciones privadas de lo mejor del arte de Europa, donde la crisis de la aristocracia, obligada a deshacerse de sus posesiones, facilitó un bum sin precedentes del comercio de antigüedades.
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